392 Kilómetros. VER RUTA
Como la noche anterior trasnochamos con la emoción de la Chartres en Lumières, nos costó levantarnos más de lo habitual y hasta pasadas las once de la mañana no salimos del hotel.
En anteriores viajes por Francia nos habíamos quedado con las ganas de visitar el interior de alguna de sus fascinantes catedrales góticas y estando en Chartres, no podíamos perder la oportunidad de contemplar sus famosas vidrieras.
La visita fue rápida, pero muy gratificante y encima gratis, lo que en nuestro caso, con un niño de tres años que nunca sabes cuánto tiempo va a aguantar las actividades culturales, es muy importante.
Las vidrieras son realmente espectaculares, estuvimos fotografiando y admirando sus infinitos detalles sin prisas, degustando la tranquilidad que se respiraba en el templo.
Cuando nos decidimos a volver al coche y ponernos en ruta ya íbamos con mucho retraso sobre nuestro plan, así que el resto del día nos tocaría mucha carretera y pocas paradas.
Pusimos rumbo al sur y bordeamos Orleans, que ya conocíamos de nuestro anterior viaje a los castillos del Loira. Cuando llegó la hora de comer, paramos en el Château La Ferte Saint-Aubin, un castillo poco conocido de la zona. Había que pagar y como íbamos ya sin tiempo, dimos un paseo por los alrededores y proseguimos el camino.
Era un día caluroso y Manuel se había portado estupendamente los días anteriores, por lo que decidimos premiarle con un día de playa. En la zona de la Dordogna hay multitud de piscinas naturales y playas fluviales perfectamente equipadas, así que no fue complicado encontrar una en nuestra ruta.
Tal y como anunciaban en internet el lugar contaba con baños, parque infantil, chiringuito y arena fina formando una playa en la orilla del río.
Pasamos el resto de la tarde refrescándonos y jugando a hacer castillos de arena como el resto de familias que llenaban el recinto.
Llegamos a la casa rural que habíamos reservado un poco antes de que anocheciera; las carreteras habían ido empeorando progresivamente y para llegar hasta allí, íbamos rezando para no encontrarnos con ningún vehículo de frente ya que la calzada-camino tenía el ancho justo para un coche.
La casa estaba situada en una pequeña aldea rodeada de campos agrícolas y funcionaba además como bar de los lugareños. Nos ofrecieron la posibilidad de cenar en la preciosa terraza que tenían en la parte trasera y nos pareció una idea estupenda. Mientras nos servían, el atardecer nos dejó una estampa preciosa; hasta en los lugares más recónditos y olvidados, la belleza puede sorprenderte.
Manuel encontró un compañero de juegos en el hijo de los dueños y disfrutamos de una sobremesa larga y un poco melancólica: el viaje se acababa.