Después de acostarnos con un tiempo de perros, al día siguiente nos despertamos con un sol radiante, así que desayunamos y rápidamente nos pusimos en camino.
La primera parada fue Meersburg, un pueblecito encantador en la orilla alemana del lago Constanza, o Bodensee como se conoce en Alemania. Era domingo, y en la plaza central del pueblo se celebraba una fiesta gastronómica, por lo que el ambiente era de lo más animado; las terrazas estaban repletas y una orquesta no paraba de tocar música típica alemana.
De pronto nos quedamos boquiabiertos cuando sobre nuestras cabezas apareció un enorme dirigible sobrevolando el lago.
Como en tantos sitios, nos quedamos con las ganas de quedarnos todo el día allí, pero había demasiadas cosas que ver.
La ruta nos llevaba por carreteras secundarias alemanas, con muchos puestos de venta de fruta y las granjas llenas de paneles solares en el tejado,debe de ser que los alemanes no cobran un impuesto al sol.
Antes de llegar a Austria, paramos a ver Fussen, un pequeño pueblo de Alemania con muchas cosas que ver, por ejemplo, sus cataratas artificiales.
Lo cierto es que a estas alturas del viaje no nos gustaron mucho, pero aprovechamos para pasar la tarde haciendo una ruta de juegos que discurre por una de las márgenes del río; tiene unas sencillas atracciones de madera con las que disfrutan los más pequeños. Al final de nuestro recorrido, encontramos un gran tobogán que habían construido aprovechando un desnivel del terreno. Manuel lo probó varias veces antes de convencerle para marcharnos.
Comimos unas bratwurts en un puesto callejero y nos acercamos a ver desde fuera los preciosos castillos del Rey Loco. Son realmente impresionantes, sobre todo el de Neuschwanstein.
Y ya no había tiempo para más, habíamos alquilado un apartamento para pasar la noche en la comarca del Tirol austriaco y ya íbamos con el tiempo justo. Tanto, que fue llegar, cenar en el restaurante del hotel y caer desplomados en la cama.