Tras desayunar en la terraza de "nuestra mansión" suiza, guardamos la maleta en el coche y con cierta pena nos despedimos del valle de Sion. El día había amanecido espléndido, el sol iluminaba las cumbres nevadas y el paisaje era deslumbrante, sólo teníamos que preparar la cámara de fotos y disfrutar del viaje que nos esperaba.
La carretera que habíamos elegido discurría en gran parte paralela al río Ródano, que nos había acompañado desde Avignon y hoy si todo iba bien, llegaríamos hasta el glaciar donde está su nacimiento. Nos sorprendió el color blanquecino de sus aguas tanto, que llegamos a pensar que era suciedad, pero según fuimos avanzando llegamos a la conclusión de que se debía a los sedimentos que arrastraba, ya que otros ríos alpinos que observamos tenían el mismo color.
Los kilómetros fueron pasando sin darnos cuenta, todo era tan bonito... las casas típicas suizas brotando entre el verdor de las montañas como si de champiñones se tratase, todas de madera cuidada con esmero y adornadas con flores de colores; cada pueblo parecía mas hermoso que el anterior.
Una cosa curiosa que vimos por primera vez ese día, es la cantidad de puestos ambulantes que nos encontramos en la carretera vendiendo aprikosen (albaricoques). Es una costumbre rara donde vivimos, pero en Europa nos hemos encontrado en muchos países estos tenderetes montados en mitad de la nada.
La primera parada del día fue imprevista, el puente de Goms apareció ante nuestros ojos y a pesar de que no habíamos oído hablar de él, nos pareció un lugar, sin duda, recomendable. Se trata de un puente colgante de 280 metros que cruza la garganta del Ródano, a 90 metros de altura, no apto para gente con vértigo porque en el centro del puente cuesta mantener el equilibrio. Como teníamos el coche mal aparcado, no pudimos visitar el pueblo que había al otro lado, pero después hemos leído que también merece la pena.
Los valles verdes fueron dando paso a paisajes pedregosos a medida que íbamos ascendiendo por el puerto de Furcka hasta nuestro siguiente destino: el glaciar del Ródano. A pesar de ser una carretera de montaña con curvas de 180 grados, el asfalto estaba en perfectas condiciones y no fue difícil llegar hasta él. La vista de la carretera desde el mirador que hay nada más aparcar impresiona mucho más que conducir por ella.
Se puede acceder al glaciar a través de una tienda de recuerdos, previo pago de una entrada de 7 Francos suizos. Nos mereció la pena cada euro porque la visión de la imponente masa de hielo nos dejó sin palabras. Manuel jugó con nieve en pleno verano y caminar por la cueva de hielo que hay excavada bajo el glaciar es una experiencia única.
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CUEVA BAJO EL GLACIAR |
Tanto nos gustó, que se nos pasó la hora de comer; cuando salimos y fuimos al snack que había junto a la tienda de recuerdos nos encontramos que aunque estaba abierto, no había nadie para atenderlo. Así son los suizos: no tienen problema en dejar el negocio o las casas abiertas.
Al final encontramos un puesto de salchichas en lo alto del puerto y allí, a 2400 metros de altitud y rodeados de cumbres nevadas, nos comimos unas Bratwurst que nos supieron a caviar de beluga. Para seguir con la tradición, mientras terminábamos de comer, el dueño del puesto se montó en el coche y se marchó dejándolo abierto de par en par.
Acabamos de comer y pusimos el GPS en dirección a Interlaken, pero no nos entendimos con él, porque nos hizo bajar el puerto y cuando llegamos a la base, nos mandó dar la vuelta y volverlo a subir para bajarlo por la cara contraria... menos mal que Manuel se durmió, porque fue bastante pesado; más aún cuando la carretera se puso otra vez cuesta arriba para subir el puerto de Grimsel. Fue una montaña rusa de las que marean... En la cumbre de este último, encontramos un lago glaciar impresionante, y bastante frío por cierto.
Desde allí, una bajada vertiginosa nos llevo directamente a Interlaken, ciudad en la que pasaríamos la noche. El hotel era un resort de lujo de 1950 y no había visto una reforma en 60 años, pero era viernes por la noche y no había más libres en 30 km a la redonda. Al menos, tenía una buena piscina y sol, así que pasamos el resto de la tarde bañándonos mirando a las de decenas de parapentes que sobrevolaban las montañas.
Cuando salimos a cenar, dimos un paseo para conocer Interlaken. Es una ciudad enfocada al turismo, sobre todo asiático, llena de tiendas de lujo en el lado más señorial y con otra zona dedicada a los backpackers (mochileros de toda la vida).
Estábamos tan cansados cuando llegamos al hotel, que poco nos importó la decoración "cuéntame" de la habitación, antes de apagar la luz estábamos dormidos.